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Nuestra casa. Por Irantzu Varela.

El feminismo, una lucha contra todas las formas de opresión, me ha dado muchas herramientas, palabras, espacias y armas, pero sobre todo me ha dado compañeras.

 

Cada día tengo más claro por qué me hice feminista. Para sobrevivir.

Porque ese mundo que me han construido alrededor nunca ha sido mi sitio. Porque esa niña que me entrenaron para ser nunca fue la que yo llevaba dentro. Porque esa mujer que me han obligado a ser nunca he sido yo.

 

Y el feminismo me dio herramientas para entender, palabras para explicar, espacios para luchar y armas para defenderme. Pero, sobre todo, me ha dado compañeras a las que no hace falta explicarles todas las cosas que me hacen sentir rabia, miedo, impotencia, ataduras, limitaciones, obstáculos. Compañeras ante las que no tengo que justificarme por haber obedecido, por haberme sometido, por habérmelo creído, por haber fingido, por haber mirado para otro lado. Compañeras que no necesitan que lo haya leído todo, que lo sepa todo, que pensemos lo mismo en todo.

 

El feminismo es una teoría política, un movimiento social y una forma de vida. Como teoría política ha aportado algunas de las propuestas teóricas más importantes al conocimiento de los últimos tiempos, como la diferenciación entre sexo y género, el cuestionamiento de las diferencias biológicas y —sobre todo— de las desigualdades que en ellas se sustentan, la complicidad entre el sistema heteropatriarcal y el capitalismo, la interseccionalidad de todas las formas de opresión, el paradigma de la sostenibilidad de la vida o la construcción del género como categoría política, por ejemplo.

 

Como movimiento social ha conquistado, con la lucha autónoma de todas las mujeres que han peleado antes que nosotras, todos los derechos —sin excepción— de los que somos sujetas las mujeres en la actualidad: desde el derecho al trabajo remunerado al aborto, el divorcio, el sufragio, la escolarización, la posibilidad de poseer bienes, el derecho a ser leídas según nuestra identidad de género o a no mantener oculta nuestra orientación sexual.

 

Como forma de vida es un viaje sin retorno. Ya nunca te hacen gracia los mismos chistes, ni te interesan los mismo temas, ni te tragas las mismas excusas y deja de caerte bien mucha gente. Y te conviertes en una persona molesta, pesada, desagradable, que siempre está hablando de lo mismo, que le saca punta a todo y que es paranoica y se pasa de frenada.

 

¡Buf!, pero más bien…

 

Bien porque no estás sola. Y bien porque eso no significa sólo que estás acompañada: significa que has encontrado una casa en la que puedes contar lo que sientes, pero no hace falta; que has encontrado un marco para entender tus malestares y que has encontrado un idioma para ponerles nombre a tus opresiones; y armas para defenderte de quien quiera dominarte. En esta casa hay mujeres que no piensan lo mismo que tú sobre muchas cosas; hay mujeres que no han vivido lo mismo que tú; hay mujeres que criticarán tus opiniones y mujeres que opinan diferentes cosas —incluso— sobre lo que significa serlo, pero es la casa de todas. Y tiene que seguir siéndolo.

 

Por eso es tan importante que el feminismo tenga, y siga teniendo, debates abiertos. Porque no venimos de las mismas experiencias, ni tenemos por qué tenerlas. Porque es la lucha para que cada una elija las herramientas que le permitan ser cada vez más libre, pero sobre todo es la lucha colectiva para que ninguna se rinda hasta que todas seamos libres.

 

Y esto va por las negras, por las gitanas, por las racializadas, por las payas, por lxs trans, por las putas, por las delgadas, por las bolleras, por las que se tiñen las canas, por las que se las dejan, por las que trabajan cuidando en casa, por las que follan con hombres y por las que construyen espacios libres de ellos; por las gordoactivistas, por las diversas, por las antiespecistas y por las que no se han hecho vegetas; por las que quieren acabar con todas las formas de prostitución y por las que creen que el matrimonio es un contrato sexual que implica explotación; por las que creen que hay que luchar en las instituciones, por las que militan en espacios mixtos, por las que están contra todas las formas de autoridad y por las que, de momento, se conforman con el ciberactivismo; por las que creen en Angela, por las que son más de Simone, por las de Virginie, por las de Judith, por las de Emma, por las de Alexandra, por las de Silvia, por las de Audre, por las de las que las otras no conocemos.

 

El feminismo se ha convertido en la lucha contra todas las formas de opresión: contra el heteropatriarcado, contra el capitalismo, contra el racismo, contra el colonialismo, contra el binarismo, contra el especismo, contra el capacitismo y lo que nos queda. Pero el feminismo ha sido siempre —y tendrá que serlo, para seguir siendo nuestra casa— la solidaridad entre nosotras. Por eso, tenemos que seguir debatiendo, construyendo, desmontando y volviendo a aprender unas de las otras. Pero los debates se hacen en espacios apropiados, con el objetivo de entenderse o convencerse. Atacarnos, criticarnos fuera de contexto, centrarnos en los que nos diferencia, definirnos por oposición a lo que defienden las otras, convertir las experiencias personales en frentes o pretender que las opresiones que nos interpelan son las únicas que importan… eso nos hace mal a todas. Esto no va de nosotras y de las otras. Va de cómo nos organizamos para acabar con el enemigo común.

 

Porque ninguna va a ser libre hasta que lo seamos todes.

 

Artículo publicado en PikaraMagazine